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El arte como 'bomba ontológica': la resistencia silenciosa de Heidegger al totalitarismo tecnológico
El influyente ensayo de Martin Heidegger, El origen de la obra de arte (1935-1936), se alza como una crítica filosófica de alto calibre que, lejos de ser un mero comentario estético, es una declaración radical contra la deriva de la civilización moderna, especialmente la que ha quedado subsumida bajo la lógica de la Técnica moderna y su sistema de explotación total (el Gestell). En un mundo que nos fuerza a ver cada entidad —desde la naturaleza hasta el espíritu— como un simple recurso cuantificable y disponible, el pensador alemán propone el arte como la única vía para recuperar un modo de habitar que no sea devastador. Para Heidegger, el arte es, literalmente, el lugar del acontecer de la verdad, no como mera representación, sino como el acto fundacional que abre un espacio de sentido y contención para un pueblo.
La tesis central de Heidegger desafía la visión utilitarista y subjetivista del arte. No se trata de una teoría sobre lo bello, sino de la pregunta sobre cómo la verdad sucede. Esta verdad es la alétheia, el desocultamiento, un proceso dinámico de sacar a la luz que se pone en obra a través de la creación artística. Esta "puesta en obra" se sostiene en una tensión irreductible: la lucha fundamental (Streit) entre el Mundo (el horizonte de significaciones y destinos humanos) y la Tierra (lo que siempre se sustrae, la opacidad material, el misterio indomable). La obra de arte, como el templo griego o los célebres zapatos pintados por Van Gogh, no borra esta lucha, sino que la estabiliza, permitiendo que la apertura (Mundo) se funde y se preserve sobre un suelo de resistencia (Tierra).
Esta conceptualización ontológica tiene implicaciones políticas y sociales directas. Heidegger define el arte como un acto de fundación histórica, es decir, un evento capaz de inaugurar un nuevo horizonte de comprensión para un pueblo, estableciendo lo que es sagrado, lo que es justo y lo que es verdadero. Esta capacidad es precisamente lo que lo opone al destino de la Técnica moderna o Gestell. Si la esencia de la técnica es una ordenación que reta a todo ente a ser mero recurso disponible (Bestand), negando toda opacidad, el arte opera justo en sentido contrario: desoculta respetando el misterio; permite que la Tierra (lo oculto) se manifieste sin ser agotada.
En la actualidad, esta visión se vuelve crucial. Vivimos bajo el imperio del Gestell: la transparencia total, la hiper-eficiencia y la reducción de la existencia a datos y rendimiento (como lo analiza la filosofía contemporánea de Byung-Chul Han). En este contexto, el arte heideggeriano no es un entretenimiento, sino una exigencia: es la única poiesis que mantiene viva la memoria de un modo de desocultamiento no agresivo. Al instaurar un mundo y hacer surgir lo opaco, la obra se erige como una trinchera contra la homogenización y la tiranía de lo calculable.
La tarea del conservador (Bewahrer) se convierte así en un imperativo ético. No se trata del guardián de museo, sino de la persona que se confronta con la obra y acepta ser interpelada por el mundo que esta le abre, manteniendo viva su capacidad de fundación. Sin esta recepción activa y fiel, el arte se degrada a objeto de consumo, neutralizando su poder desestabilizador y ontológico. Preservar la obra es, en el fondo, preservar la posibilidad de un modo de habitar en el que el ser no sea total disponibilidad.
@_Melchisedech
