Olvídate de la imagen de Kurt Cobain, encorvado sobre su guitarra con un cárdigan, cantando con una voz desgarradora que aparentemente le demandaba más de lo que su cuerpo podía dar, intimando con la muerte más de lo que la licencia poética permite.
En lugar de eso piensa en un artista maduro, mostrando su talento artesanal casi pasada por alto, defendiendo su música favorita, mostrando no sólo la intensidad de su fanatismo (interpretando tres canciones seguidas pertenecientes al álbum Meat Puppets II) y su buen gusto (himnos de The Vaselines, la oscuridad de Bowie, lo sensacional de Leadbelly).
Escucha al artista blanco más sentimental de su generación explorar los matices del dolor –desde la ansiedad que te hace jadear, hasta un agonía que te lleva a retorcerte– a los que el lenguaje solo te permite aproximarte. No lo interpretes como un grito desesperado por ayuda, sino como un hombre dominando lo que ese dolor le ofrece momentáneamente para su arte. Cree que nada fue inevitable.